El humor es la elegancia de la desesperación

Algunas inquietudes y turbulencias a propósito de la obra de Nury Benítez

En una entrevista en que habla sobre su documental “Los espigadores y la espigadora”, Agnes Varda sostiene la frase que encabeza este escrito, añadiendo que ella trabaja como si de un lado estuviera la desesperación, y del otro, las patatas. En el documental en cuestión la directora sostiene diversos diálogos y registros con espigadores, traperos (ropavejeros) y recolectores urbanos, personas que una vez retratadas devienen personajes con una seña en común: haber desertado de la opción por una carrera o trabajo formal, para dedicarse al oficio –más o menos marginal y nómade- de la recolección.

Tal como un personaje de “Los espigadores…” Nury Benitez lleva años ejerciendo el oficio de recolectora: los materiales, técnicas y motivos que recoge los vemos acuerparse sólida y brillosamente a través de sus obras. Si uno se interroga respecto de un principio organizador o “línea editorial” que guíe el trabajo de Nury, lo más posible es que fracase en dar con una respuesta, y sin embargo, lo que transmiten sus creaciones es más emocional -y a la vez complejo- que muchas muestras de arte contemporáneo sostenidas a través de performatividad visceral, discursos avanzados o intrincadas deconstrucciones.

En relación a este punto, convengamos lo siguiente: el contexto importa al momento de acceder a un artefacto o de aprehender un signo. Lo que en otros artistas sería estilo naif, folklorismo o fantasía pop, en el caso de Nury –artesana o artista involuntaria del Cerro Jimenez- condensa sentidos y posibilidades que bien se podrían asociar a la pregunta por la vigencia o reinvención del arte popular en Chile, tras el derrumbe de las grandes consignas políticas y la apropiación “social” de la iconografía neoliberal. Sin embargo arte popular sigue siendo un concepto insuficiente, pues en cierto modo viene a sugerir un “arte menor”, carente del genio individual que caracteriza al Arte a secas, es decir, a la pretensión universalista de la cultura europea y a sus derivas autorales o curatoriales occidentalizadas.

¿Cómo relacionarnos entonces con las composiciones de Nury Benitez? Obviamente no existen fórmulas, pero sí podríamos aventurar algunas posibilidades. Una de ellas tiene que ver con percibir la materialidad de su obra por fuera de los conductos cognitivos del mercado o academia del arte, incluso por fuera de sus variantes “populares” o “decoloniales” y de las corrientes de interpretación o anti-interpretación de la posmodernidad. Otra posibilidad guarda relación con la evocación de lo carnavalesco en sus confecciones, que emparentan de algún modo su quehacer con esa fijación popular latinoamericana por reproducir el imaginario Disney (o Simpson, o Manga) en versiones que resulten reconocibles, pero sin reparar en la prolijidad de la traducción: lejos de una copia o un plagio, lo que resulta de este ejercicio son versiones distorsionadas –y por lo mismo más incitantes- de los íconos “originales”.

En las faunas de Nury, en los payasos, en les niñes, en los personajes animados, conviven y se suceden la ternura y la sombra, la esperanza y la tristeza. Un gato cabezón puede evocarnos la dulzura, la infancia y el juego, mientras que un payaso o un dinosaurio con mirada de piedra o lentejuela nos puede evocar, precisamente, el congelamiento de la emoción, enmascarada por el destello de un cotillón barato.

Quizás el hecho de que sea su propia comunidad y territorio quienes relevamos la obra de Nury también dice mucho: sabemos de las dichas y sombras del Cerro Jimenez, un territorio que por abajo limita con la gentrificación y el centralismo; por arriba con el viento, la ocupación y la precariedad; y por sus flancos, a través de sus quebradas, con la vida silvestre, el fuego incontrolable, los cursos de basura, el cercamiento.

Por último, añadamos que si hay deseos de explorar resonancias entre su obra y las ideas o conceptos de teóricxs del arte y la imagen afines a los sentidos ya esbozados, algunos de esos senderos podrían llevarnos a relacionar el hacer de Nury con un ethos barroco latinoamericano (Bolivar Echeverría) o con las contradicciones internas de nuestros mundos ch´ixi (Rivera Cusicanqui); o con la estetización de la vida cotidiana de un emergente comunismo ácido (Fisher).

Más allá de estas claves efímeras, la invitación es a hurgar entre las fibras –entrañas- de las creaciones Benitez y a contactar con el humor, la sencillez y el misterio de su oficio, recordando de paso que humor no es sinónimo de risas y alegría. Hay humor negro y hay mal humor. Hay humores que se alojan en nuestro cuerpo y nos consumen o nos matan de a poco. O simpatizando nuevamente con los humores de Varda, que de un lado guardan patatas y lentes de cámara, del otro, desesperación, traigamos la pregunta un poco más cerca. En el caso de Nury, de un lado hay colores y tachuelas: ¿Qué hay del otro lado?

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